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Daniela Isabel Ortiz

Hace unos días envenenaron a la Amarilla, una perra semicallejera de mi barrio. Tenía casa, pero vagabundeaba porque su alma se lo pedía. La conocí durante la pandemia, en 2020. Eran las primeras fases del aislamiento, estaba prohibido salir y mucho más salir a correr. Yo, que estaba saliendo de una enfermedad en la que era imprescindible que pudiera tener mi rutina de trote, me las ingenié como pude para hacerlo de todas maneras. Salía a correr a las 3 o 4 de la mañana, cuando no me viera la policía ni ningún vecino que pudiera demandarme. Cada vez salía por cuadras distintas, para que no me ficharan. Un vez llegué a correr 40 minutos a lo largo de una cuadra en la que no había casas, ida y vuelta. Lo hice bajo la lluvia, bajo el invierno helado. Una noche me mordió un perro y como no era posible ir a urgencia, me puse un poco de alcohol y recé para que no me diera rabia. Otra noche, un tipo pasó en moto y me tocó la cola. En tres ocasiones me paró la policía. Las tres veces les expliqué mi situación de salud y las tres veces me comprendieron y me dejaron ir (yo salía con el blíster de medicación como prueba). Siempre temía que alguna cámara me registrara y ser denunciada por la policía virtual y cívica que se estaba fortaleciendo en las redes sociales. La única que sabía de estas aventuras correriles y perrunas era mi amiga Laura Raso, quien me secunda en la terapia, en el amor animal y en la transgresión.

En todas aquellas aventuras estuvo la Amarilla y el Amarillo, el que nunca supe si era su hermano o hijo; yo los nombré así, amarillos (Laura usaba el inclusivo: les amarilles), honrando su color, su semejanza, pero también mi derecho a bautizar a estos peludos semicallejeros cuya identidad y ubicación no es única ni fija. Las primeras noches les amarilles salieron al encuentro a acompañarme, luego, inteligentes y guardianes como son, un día me esperaron en la puerta de casa a la hora que yo salía. Otras veces me esperaban en la esquina. A veces sólo la Amarilla, a veces los dos.

Mientras yo corría, ellos recorrían y olían todo el barrio, iban y venían entrando a los jardines mal cerrados, husmeando todo. Pero también se peleaban con otros perros y me defendían de los que querían morderme (el perro que me mordió lo hizo antes de que les amarilles se pusieran a mi servicio). Recuerdo que cuando iba a doblar yo les avisaba y ellos se unían a mi circuito. No les gustaba salir del barrio, o sea, de su hogar. Cuando llegábamos a casa yo les daba un poquito de alimento como agradecimiento.

Pero no todo era color de rosas. La Amarilla, sobre todo, perseguía a les ciclistas y a les motoristas y estos se la tenían jurada. Una vez, uno de ellos se bajó enfurecido y creyó que los perros eran míos, y quiso descargar su furia conmigo.

Pero lo más difícil fue cuando la Amarilla mató un gato delante mío. No puedo explicar la culpa, el horror y la confusión que sentí. Esa perra que yo tanto amaba era una asesina de michis, y de alguna forma yo la había llevado hasta ahí. De a poco me alejé de la Amarilla. Dejé de salir a correr por el barrio y cuando la veía la saludaba de lejos, pues temía volver a presenciar otro hecho traumante como fue ver que despedazaba a un gatito y yo no podía hacer nada.

Ahora la Amarilla está muerta, la mató un vecino. Yo quisiera llegar a un conclusión, como siempre busco en mis textos, pero no puedo cerrar, porque la ambivalencia que produce el horror y el amor en y hacia un mismo ser, es difícil de integrar. Cuando me enteré de que estaba muerta sentí mucha tristeza e impotencia, pero también alivio porque no quiero que los michis sean asesinados ni que la gente se caiga de sus bicicletas o sea lastimada. Lo único que puedo decir es que la voy a recordar así sonriéndome, poniendo su pata en la mía, corriendo delante de mí, viniendo a mi encuentro, mostrándome cuán limitada es mi visión y cuánto misterio hay en el mundo.

Hace unos días, a causa de mi insomnio, salí a correr a las 5 de la mañana, como no lo hacía hace mucho tiempo. Las calles estaban solitarias y aún era de noche. Una perrita de tamaño medio me acompañó todo el camino y me defendió de unos caninos malevos que siempre me amenazan cuando paso. Recuerdo que pensé que era jaspeada, que la llamaría así, Jaspeada, que la Amarilla se había transmutado y que había dejado un ángel. Que aún no había muerto pero que ya había organizado a sus avatares. No la he vuelto a ver a la Jaspeada, es que hay ángeles así, de una ocasión o esporádicos. Y así hay que recibirlos.

Una vez inicié esta bitácora y no la continué. Escribir sobre una muerte, la GRAN transformación, me parece una buena manera de recomenzar.




Daniela Isabel Ortiz

…esa parte de mí

He muerto un domingo a la medianoche. A las seis mi cuerpo estaba azul. Recuerdo que quise tocarlo, pero ya no podía. También quise levantar la carta que cayó debajo de la cama, pero tampoco. Me quedé mirando por la ventana toda la mañana, viendo el invierno en las calles, y las personas caminando rápido para volver a sus casas, para no sentir ese frío que, les han dicho, algún día sentirán para siempre.

A eso de las doce, un sol tímido iluminó la habitación donde nos hallábamos, porque el mediodía me encrudeció la dualidad. Me di vuelta y vi mi cuerpo amarillo, alargado. No quedaba un rastro de mí, todo estaba deformado. Volví entonces hacia la ventana, pero para mirar el cielo. Vi la llegada de nubes negras y luego las gotas golpeando el vidrio. Recuerdo que pensé que nunca había visto la lluvia. Si una tarde, tan solo una tarde, de las miles en las que una tormenta había azotado la ciudad, me hubiera sentado a ver la lluvia, tal vez habría entendido muchas cosas. Pero no. Solo me había dedicado a defenderme de esa agua que sentía como castigo, que arruinaba mis zapatos caros y ensuciaba mi auto. Que caía sobre mis ojos y me impedía ver, porque yo creía que veía.

Cerca de las tres de la tarde empezó a sonar mi teléfono. Varias llamadas. A todas me asomé, pero ninguna era de la persona que yo esperaba. Al celular no quise tocarlo, es más, no quería escucharlo. El último tiempo había vivido pendiente de ese sonido, interrumpiendo charlas, caricias y llantos por escuchar las voces de mis clientes, por cerrar negocios y asegurarme de que mi empresa creciera, era todo lo que me importaba.

A las diez de la noche, o un poco más, la policía forzó la puerta. Eran tres agentes guiados por un vecino. El del piso de arriba, con el que evitaba cruzarme porque me molestaba su acento extranjero y su tono afeminado. Se llamaba Pedro, creo que era colombiano, o algo así. Mientras los policías hacían su peritaje, Pedro se acercó a mi cuerpo y lo miró de arriba abajo. Lo vi sonreír por un instante, luego se volvió a los agentes para darles información sobre mí. Confirmé que él también me había evitado en los pasillos.

Finalmente, descolgaron mi cuerpo y se lo llevaron. Nadie vio la carta. No supe más nada de mí. De esa parte de mí.


…que se iba con el fuego

Esa noche llovió finito hasta la madrugada. Pensé que me daría sueño, pero desde entonces no he vuelto a dormir. Han pasado casi tres años desde la noche de mi muerte, y nunca me fui de acá. Lo único que hago es mirar por la ventana. Antes miraba la carta cada tanto, pero dejé de hacerlo. Últimamente solo me interesa ver el cielo y sus variaciones. A veces echo un ojo a la gente, pero me aburren.

Toda mi vida me pregunté si había un infierno porque estaba seguro que, de existir, sería mi lugar. Mi madre se ocupó con devoción de mi educación religiosa y desde niño tuve pesadillas en las que mi cuerpo ardía, y yo me veía arder, y a veces veía a mi padre entre las llamas, a veces era él el que me tiraba un fósforo encendido, a veces era Dios, a veces era yo mismo. Me despertaba con fiebre y el infierno continuaba en la vigilia. Mi madre rezaba con sus ojos morados y mi padre llegaba borracho todas las noches. Cuando cumplí doce años dejé mi casa, pero me llevé el fuego conmigo.

…tiene el don del tiempo

Me casé, tuve una hija. Dora se llama, o se llamaba. A los quince años se fue de casa. Era bulímica y había intentado suicidarse dos veces. Un año después se fue mi mujer. Quedé solo en este departamento, como lo estoy ahora. Me dediqué a hacer crecer mi empresa, acumulé una fortuna importante y no tuve un día de descanso. Sabía que si paraba iba a tener que pensar o recordar.

Una noche soñé con Dora. En esos días me habían hablado de ella, me habían contado algunas cosas de su vida. Se había casado y tenía dos hijos, decían. Era maestra y daba clase en una escuela rural. En el sueño ella reía en brazos de su mamá, luego gateaba y seguía riendo. Pero yo le pisaba los pies y ella lloraba buscando a su mamá. Luego ya era una adolescente, yo me acercaba pero ella me escupía. Salí de la pesadilla con fiebre. Esa semana empecé a sentir dolores en el pecho y la fiebre iba y venía. Cuando fui al médico, ya era tarde. Era un tumor maligno, el médico me aconsejó hacerme quimioterapia, pero también aceptó que era un caso terminal. Seis o siete meses de vida, me dijo. Y no lo vi más.

Dediqué los días siguientes a buscar a Dora. Los que me hablaron de ella se ocuparon de darme datos concretos. Así llegué a su casa, en un pueblito pegado a la montaña. La casa era de adobe, y tenía unos perros flacos que la protegían, y un jardín que seguramente ella cuidaba. Golpee las manos varias veces. Al rato salió mi yerno, quedé atónito con su aspecto. Conversando con él confirmé que Dora había buscado un hombre exactamente opuesto a mí.

Esperé a Dora en la puerta de la escuela. Salió rodeada de niños, reía y les acariciaba sus cabecitas. Era la misma risa del sueño, en brazos de su madre. Me sentí esperanzado. La seguí de cerca hasta su casa, que quedaba a dos cuadras. Entró y yo me quedé en la puerta sin saber qué hacer, me acordaba del sueño, de la escupida. Finalmente ella salió, seguida por sus hijas. Parecían gemelas, pero no pude verlas bien porque apenas se dio cuenta que era yo, Dora empujó a sus niñas hacia adentro y cerró la puerta rápidamente. Cuando se dio vuelta, vi su cara desfigurada.

– ¿Qué carajo hacés aquí?

No pude explicarle nada. Había pensado un largo discurso de arrepentimiento. Pero solo llegué a decirle que quería conocer a mis nietas porque me quedaba poco tiempo de vida. Su cara volvió a figurarse. No era ni la niña ni la maestra sonriente de la escuela. Era otra. Tenía ojos de muro. Yo no la conocía.

– Andate ya de mi casa. A mis hijas no las vas a tocar nunca.

Fue tan indeclinable su voz como el portazo que dio. Me quedé parado unos minutos. Me dolía el pecho. Y no era el tumor.


… algo que nunca tendré…

Ahora sigo mirando la ventana. Sé que han pasado tres años porque en mi mesa de luz hay un despertador eléctrico que marca la hora y la fecha. Pero ese ya no es mi tiempo. Mi tiempo es la espera, una espera estéril, peor que cualquier fuego eterno. Hubiera preferido arder.

Dora ha venido varias veces. Entiendo que quiere vender el departamento, porque cada tanto trae a alguien para que lo limpie. Se queda solo un ratito, se nota que quiere deshacerse de todo cuanto antes. Siempre es la misma Dora que conocí aquella tarde, entre los perros flacos, entre las flores, con sus ojos de muro.

La primera vez que vino, recorrió todo el departamento, como buscando una respuesta. Estaba seguro que llegaría a la habitación, que miraría debajo de la cama. Y lo hizo, pero no sacó la carta. Se fue casi corriendo y yo quería arder, llorar, lo que sea, lo que antes podía hacer con mi cuerpo, pero no, yo era esto, yo soy esto, esto que solo puede mirar, que está obligado a mirar lo que nunca va a llegar.

Esa primera vez que vino, Dora desconectó todos los artefactos eléctricos. Pero cuando llegó al despertador, lo dejó enchufado. Creo que algo en ella se vengaba, dejándome el tiempo de la vida para que yo lo vea eternamente, en este infierno de espera sin tiempo.





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