Cuando vio la película Los otros, Carlos supo desde el inicio que todos los personajes estaban muertos y a los quince minutos abrió una cerveza para no dormirse. Cuando una mano helada lo pellizcó en el medio de la noche solitaria, impidiéndole todo movimiento, buscó información acerca del fenómeno y tomó medicación para controlar lo que la medicina había determinado como parálisis del sueño. Cuando Carlos se enteró de la hora en que había fallecido su hija, recordó que en ese preciso momento el retrato de su abuelo había caído de la pared, sin ninguna razón y llamó al instituto de prevención sísmica para pedir un informe de los movimientos de ese día.
Pero cuando Carlos viajó a Lima, su ciudad natal, y vio en un pequeño museo la fotografía post mortem donde una jovencita muerta era sostenida por sus progenitores, y vio la mirada de ese padre, esa mirada, que desesperada pedía al fotógrafo que de una vez acabara con todo para poder salir del escenario armado y derrumbarse ante la fatalidad de lo inexplicable, Carlos no hizo nada. Solo aceptó que él también estaba muerto, que el hombre de la foto era su abuelo, y que la mano helada de aquella noche solitaria era la advertencia, inútil, de una herencia tan antigua como ineludible.
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