Hoy es el último día del viaje en Santiago y me he quedado sola. Mi amiga se volvió antes porque se quedó sin dinero; varias veces confundió los billetes: una vez, pagó con uno de mil en lugar de cien y el comerciante se aprovechó. Ahora la acompaño a tomar su colectivo y al verla irse me digo que aprovecharé este par de días sola para visitar el mar. Me encanta la compañía, pero la soledad me es necesaria. Aquí mismo en la terminal, compro el boleto a Viña del mar. Es un mediodía de febrero del año 1999 y estoy viajando en bus.
Voy sólo con la mochila y por el día, mi único deseo es mirar y escuchar el mar por unas horas. Ahora tengo diecinueve años, pero al mar lo conocí de grande, recién a los dieciséis. Sé de muchas personas que, al nacer y criarse en ciudades alejadas de las costas, han tenido un conocimiento tardío de algo que solo habían conocido a través de la televisión o de los libros.
Hago todo muy rápido. Llego a la terminal, compro un mapa, busco un hotel, me registro, me doy un baño y salgo casi corriendo al encuentro con “el bello”, como mi hermana y yo lo llamamos. En el camino compro un sanguche para almorzar, no quiero perder tiempo en un restaurante, solo deseo echarme sobre la arena con la mirada en el horizonte y sentir el ruido del océano, algo que ninguna caracola puede replicar. Quiero mirar gaviotas, sentir los chapuzones de bañistas, relajarme.
Voy caminando por San Martín acompañada por fragmentos del mar. A medida que me acerco veo que la playa a la que vine también unos años atrás, ahora está totalmente ocupada: sombrillas, niños, trajes de baño coloridos y pelotas inundan la arena y avanzan sobre el mar. Nada que ver con la imagen de la playa solitaria que tengo como recuerdo y esperanza. Me digo que no importa y me saco las zapatillas para caminar sobre la arena, otro de los elementos esenciales de mi ilusión. Pero es difícil avanzar: los niños corriendo, las pelotas volando…
Me alejo. Llego a una zona donde hay apenas cinco personas, lo suficientemente vacía como para vivenciar aquello que he imaginado. Saco un toallón de la mochila y mientras lo tiendo, se acerca un hombre con traje de baño. Me dice que no puedo quedarme, sin darme más explicaciones. Empiezo a caminar lentamente, mientras miro el horizonte. A pesar de que no es lo que imaginé, estoy contenta por el solo hecho de estar junto al mar.
Comienzo a relajarme pero llega ella: morocha, con una larga trenza y un vestido rojo que cubre un cuerpo muy grande; yo mido 1, 62, pero ella me saca una cabeza.
– ¿Puedo leerte la mano? – me pregunta al detenerme.
– No tengo plata –le respondo, y por un costado quiero avanzar pero no me lo permite. Dice algunas cosas en algún idioma extraño, intento irme pero me toma del brazo y busca un tono más amigable en castellano. Su tonada no es chilena pero usa palabras como cachai. Me habla largo rato: de las vueltas de la vida, de la suerte que se encuentra en las líneas de las manos, del dinero, la salud y el amor.
– Tienes pololo – me pregunta como afirmando.
– No.
– Ah, se ha ido de viaje, ¿eh?
Mi cara debe desnudar mi asombro, porque hace solo unas semanas que mi reciente ex se fue a vivir a Mendoza. Así que la gitana me tiene agarrada y lo sabe. Y hace uso de esas garras verbales.
– No importa que no tengas plata, cachai –me dice–, yo voy a ser buena contigo porque tú eres buena con otros y te voy a decir lo que dice tu mano –. Me la toma y lee que tendré obstáculos en mi carrera profesional, pero que la perseverancia será la solución; que el apoyo de la familia será crucial al momento de tomar decisiones; que se vienen más viajes y experiencias enriquecedoras.
Una parte mía atiende a su discurso con escenas de mi vida futura. Y otra parte mía atiende a su vestido rojo. Es una prenda artesanal, ceñida a la cintura, sobrecargada: flecos, botones, cintos, guardas y bordados: todo un universo textil resultado de manos laboriosas. Los detalles no son todos de color rojo, pero en el conjunto se pierden y parece que todo fuera de un rojo fuerte y pregnante.
Su piel está muy arrugada, pero no es muy vieja. La trenza le llega a la cintura; si se suelta el pelo, puede que llegue a los rodillas. Estoy en esa imagen cuando le escucho decir:
– Oye, niña, tienes que ser feliz.
Sonrío y le agradezco. A esta altura no recuerdo nada de sus predicciones porque me ha embelesado con su vestido; sin embargo esa última frase me enternece. Le gradezco, me dispongo a seguir mi camino, pero me detiene:
– Niña, dame algo de dinero.
Le contesto que se lo he dicho al comienzo, que no tengo dinero, y no sé por qué motivo, saco mi billetera; ella estira su mano y me la arrebata. Ve que hay unos cuantos billetes y se enoja, diciendo que le he mentido. Quiero quitársela pero antes se asegura de sacar el dinero.
– Es lo único que tengo –le ruego– devolvémelos, por favor.
Pero se enoja aún más.
– Eres una mentirosa – me dice cada vez más furiosa. Su cara está descompuesta y empieza a gritar en su idioma, hasta que finalmente lo suelta en castellano: te maldigo, maldita, que nunca serás feliz. Me devuelve la billetera y se va rapidísimo.
El pregnante vestido rojo es ahora un punto a lo lejos. Temo que a partir de ahora, en los ratos más difíciles de mi vida, me preguntaré si todas mis desgracias se originaron aquel día. Me preguntaré, sobre todo, por qué saqué la billetera.