Hace unos días envenenaron a la Amarilla, una perra semicallejera de mi barrio. Tenía casa, pero vagabundeaba porque su alma se lo pedía. La conocí durante la pandemia, en 2020. Eran las primeras fases del aislamiento, estaba prohibido salir y mucho más salir a correr. Yo, que estaba saliendo de una enfermedad en la que era imprescindible que pudiera tener mi rutina de trote, me las ingenié como pude para hacerlo de todas maneras. Salía a correr a las 3 o 4 de la mañana, cuando no me viera la policía ni ningún vecino que pudiera demandarme. Cada vez salía por cuadras distintas, para que no me ficharan. Un vez llegué a correr 40 minutos a lo largo de una cuadra en la que no había casas, ida y vuelta. Lo hice bajo la lluvia, bajo el invierno helado. Una noche me mordió un perro y como no era posible ir a urgencia, me puse un poco de alcohol y recé para que no me diera rabia. Otra noche, un tipo pasó en moto y me tocó la cola. En tres ocasiones me paró la policía. Las tres veces les expliqué mi situación de salud y las tres veces me comprendieron y me dejaron ir (yo salía con el blíster de medicación como prueba). Siempre temía que alguna cámara me registrara y ser denunciada por la policía virtual y cívica que se estaba fortaleciendo en las redes sociales. La única que sabía de estas aventuras correriles y perrunas era mi amiga Laura Raso, quien me secunda en la terapia, en el amor animal y en la transgresión.
En todas aquellas aventuras estuvo la Amarilla y el Amarillo, el que nunca supe si era su hermano o hijo; yo los nombré así, amarillos (Laura usaba el inclusivo: les amarilles), honrando su color, su semejanza, pero también mi derecho a bautizar a estos peludos semicallejeros cuya identidad y ubicación no es única ni fija. Las primeras noches les amarilles salieron al encuentro a acompañarme, luego, inteligentes y guardianes como son, un día me esperaron en la puerta de casa a la hora que yo salía. Otras veces me esperaban en la esquina. A veces sólo la Amarilla, a veces los dos.
Mientras yo corría, ellos recorrían y olían todo el barrio, iban y venían entrando a los jardines mal cerrados, husmeando todo. Pero también se peleaban con otros perros y me defendían de los que querían morderme (el perro que me mordió lo hizo antes de que les amarilles se pusieran a mi servicio). Recuerdo que cuando iba a doblar yo les avisaba y ellos se unían a mi circuito. No les gustaba salir del barrio, o sea, de su hogar. Cuando llegábamos a casa yo les daba un poquito de alimento como agradecimiento.
Pero no todo era color de rosas. La Amarilla, sobre todo, perseguía a les ciclistas y a les motoristas y estos se la tenían jurada. Una vez, uno de ellos se bajó enfurecido y creyó que los perros eran míos, y quiso descargar su furia conmigo.
Pero lo más difícil fue cuando la Amarilla mató un gato delante mío. No puedo explicar la culpa, el horror y la confusión que sentí. Esa perra que yo tanto amaba era una asesina de michis, y de alguna forma yo la había llevado hasta ahí. De a poco me alejé de la Amarilla. Dejé de salir a correr por el barrio y cuando la veía la saludaba de lejos, pues temía volver a presenciar otro hecho traumante como fue ver que despedazaba a un gatito y yo no podía hacer nada.
Ahora la Amarilla está muerta, la mató un vecino. Yo quisiera llegar a un conclusión, como siempre busco en mis textos, pero no puedo cerrar, porque la ambivalencia que produce el horror y el amor en y hacia un mismo ser, es difícil de integrar. Cuando me enteré de que estaba muerta sentí mucha tristeza e impotencia, pero también alivio porque no quiero que los michis sean asesinados ni que la gente se caiga de sus bicicletas o sea lastimada. Lo único que puedo decir es que la voy a recordar así sonriéndome, poniendo su pata en la mía, corriendo delante de mí, viniendo a mi encuentro, mostrándome cuán limitada es mi visión y cuánto misterio hay en el mundo.
Hace unos días, a causa de mi insomnio, salí a correr a las 5 de la mañana, como no lo hacía hace mucho tiempo. Las calles estaban solitarias y aún era de noche. Una perrita de tamaño medio me acompañó todo el camino y me defendió de unos caninos malevos que siempre me amenazan cuando paso. Recuerdo que pensé que era jaspeada, que la llamaría así, Jaspeada, que la Amarilla se había transmutado y que había dejado un ángel. Que aún no había muerto pero que ya había organizado a sus avatares. No la he vuelto a ver a la Jaspeada, es que hay ángeles así, de una ocasión o esporádicos. Y así hay que recibirlos.
Una vez inicié esta bitácora y no la continué. Escribir sobre una muerte, la GRAN transformación, me parece una buena manera de recomenzar.
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